Nota realizada por el Cr. Luis Alberto Dalcol
La economía de nuestro país traquetea. Afectada en la última etapa, por la ineptitud de un gobierno que equivocó caminos se reflejó en las elecciones primarias de agosto de 2019.
Desde allí el operador económico privado desconfió aún más en quienes obtuvieron el poder. Los desaciertos y mensajes imprecisos de conducción posteriores más la cuarentena para aplacar la pandemia agravó la situación. El combo destruyó la confianza y la credibilidad del inversor localizado. En abril, la caída de actividad – mayor al 26 % – marcó un record en toda nuestra historia. Se perdieron más de 100.000 puestos de trabajo.
La contracción mundial para el corriente año se la estima superior al 3%. El contexto no ayuda al actual gobierno para revertir la tendencia y colocar al país en posición de crecimiento. La preocupación aumenta al percibir que se procura poner al Estado como centro generador de riqueza y se relega a la actividad privada en discordia con el rumbo de nuestra Constitución Nacional.
Agredir a la empresa y apoyarse en la intervención estatal, cual sistema socialista es falaz. No tiene sustento en modelo vigente y genera desaliento. Sin aporte del vigor y la energía de las personas competentes no existe solución posible.
La creación de riqueza en un estado liberal se asienta en la actividad de los actores económicos particulares. Este sistema es el que ha elegido nuestro país y es – con sus defectos – el que ha dado mayores posibilidades de desarrollo en las economías ordenadas. Las prácticas intervencionistas no han subsistido y han empobrecido a los pueblos.
El capitalismo no es una cuestión de gustos. Es el sistema que más seduce a la conducta humana en cuestiones de creación de bienes y prestación de servicios. El socialismo tiene virtudes distributivas y para que ello ocurra primero deben consolidarse los fondos a repartir.
La experiencia de la U.R.S.S. no superó 70 años y sucumbió hace más de 30 sin motivo de guerra, peste o catástrofe natural. El sistema desapareció por su propia inoperancia y sin origen en acto bélico, de fuerza o de resistencia de su pueblo. Cayó por su inconsistencia. No existe movimiento que bregue para su regreso en Rusia y países lindantes.
Nuestra práctica de crecimiento de Estado lleva años. El aumento continuado del gasto público no financiado con impuestos ha creado déficit fiscal. Nos ha endeudado, desvalorizado la moneda y colocado en situación de incumplimientos repetidos. El populismo, que hace creer que el Estado soluciona todos los problemas, no es sustentable. No aprecia que los recursos para que funcione son finitos y que los aporta la actividad privada. Si la empresa es denostada y no puede generar negocios no tiene incentivos para invertir. Así no solo no viene el capital sino que al que está se lo empuja a emigrar. Nuestra penosa posición es producto de haber transitado por esos caminos que ahora se intenta seguir con mayor intensidad.
Para el empresario, el término “expropiación”, tiene similar connotación negativa que para el demócrata la palabra “destitución”. No alterarse por destrucción de acopios de producción no es racional ni ideológico, es política de despojo.
El estatismo mejora la vida del que está en el poder y del que negocia en forma de prebenda con el Estado. De manera muy lucrativa y de muy poco trabajo. Sin embargo empobrece al resto de la población y da oportunidad a la corrupción mediante la compra de voluntades.
Conocida nuestra historia, perturba – en pleno siglo XXI – arrimar un texto obvio y axiomático como el presente.