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Cr. Luis Alberto Dalcol, 08/08/2021

Nuestro país ha llevado por décadas variadas políticas económicas basadas en un eje común: el aumento de los impuestos para crear y sostener un Estado cada vez más  amorfo, costoso e ineficiente. Esta política  solo ha servido al propósito  de aquellos que, instalados en  el poder público, permanecieron en él  para gozar de sus privilegios, pues la pobreza se ha incrementado alarmantemente.

Así se  eternizan en  posiciones sin el menor interés por los desposeídos, cuya solución no son los planes eternos; sino – simplemente – la educación y la dignidad que les provee el trabajo genuino  generado por  la inversión privada.

Cuesta creer que no  se perciba que el particular que arriesga sus bienes y paga los impuestos tiene (y pone) sus límites. Que ya no  invierte ni   funda nuevos puestos de trabajo. Ahora intenta proteger lo que le queda y comienza la quietud o el egreso en busca de  jurisdicciones más amigables.

Nadie es inocente. En nuestro egoísmo humano, no se observa  esfuerzo por buscar la sensatez. Cada uno cuida su quinta y la protege. En su  generalidad  la población tampoco se esfuerza. Urgida y empobrecida, queda aprisionada de las dádivas del Estado, cada vez más oneroso, débil e incapaz y así toma el discurso prometedor e ilusionista de los responsables de la decadencia.

Los políticos, sin vergüenza, violan la Constitución  que juraron defender atacando a la propiedad que la misma protege. No existe un solo sector  que exprese fielmente la realidad de la situación; y, más aún, la realidad del sacrificio necesario para  su salida. Todos prometen superar la declinación actual con frases mágicas, indoloras y fantásticas. Así, no se logra  acordar  una base mínima de puntos comunes a  respetar, que posibiliten encausar al país de su desorden y  continua incertidumbre.

Preocupan otros intereses, del poder, de la justicia, de los negocios de prebenda y parecidos. No se escucha el discurso unificado y planificado y existe exagerada cantidad de  listas en respuestas a  egos y a otros asuntos difíciles de identificar pero que no se encaminan a crear la confianza  para la inversión.

El interés sectorial o personal se sobrepone al interés de todos. Permanecen las prerrogativas y no se crea un ámbito de esperanza; todo ello, posiblemente, por no dimensionar cabalmente la crisis en la que está inmersa la Nación o por no estar a su altura.   

Se necesita de una mínima racionalidad de la política y de la concientización del pueblo para apuntalar el esfuerzo común y poder instaurar una expectativa sólida, fundada y creíble.

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